9 agosto, 2022
Cada 21 de diciembre, Iquique se detiene a recordar una de las páginas más oscuras de la historia de Chile: la matanza de la Escuela Santa María en 1907. Más de 2.000 obreros, mujeres y niños fueron asesinados por el Ejército chileno, que abrió fuego contra trabajadores salitreros en huelga que exigían condiciones mínimas de dignidad. Hoy, a 115 años de esos hechos, no basta con recordarlos: es momento de exigir responsabilidades históricas y cuestionar las narrativas que han ocultado la verdad por más de un siglo.
El crimen cometido en la Escuela Santa María fue, ante todo, una decisión política. La orden de disparar no surgió espontáneamente del general Silva Renard. Fue el resultado de un Estado que eligió reprimir en lugar de dialogar, y de una clase política que prefirió proteger los intereses de las oligarquías salitreras antes que la vida de sus trabajadores. Nadie en el poder fue juzgado. Nadie pidió perdón. Nadie asumió la responsabilidad. Todo quedó en la impunidad.
Lo más indignante es que, durante décadas, se construyó una narrativa que intentó justificar la masacre, presentándola como un “inevitable” acto de disciplina militar. La culpa fue trasladada a los uniformados, mientras los políticos y empresarios de la época —los verdaderos responsables— se escondían detrás de discursos de orden y progreso.
Pero la verdad siempre encuentra la forma de salir a la luz. Gracias a la investigación de historiadores como Sergio González, Mario Zolezzi y Hrvoj Ostojić, sabemos hoy que entre los muertos había niños que ni siquiera comprendían por qué estaban ahí, mujeres que acompañaban a sus maridos, y hombres que solo pedían salarios justos, descanso dominical y acceso al agua potable. Murieron acribillados por exigir lo que hoy consideramos derechos básicos.
En un país que aún enfrenta desafíos laborales, con zonas de sacrificio ambiental y precariedad en múltiples sectores, la conmemoración de la matanza de Santa María no debe ser un acto simbólico vacío. Debe ser un llamado a la memoria activa, al compromiso social, y a exigir que las injusticias no se repitan —ni en las fábricas, ni en las minas, ni en las calles.
Hoy más que nunca, en un Chile que discute su identidad y su futuro constitucional, debemos recordar que los derechos laborales no fueron concedidos generosamente desde el poder: fueron conquistados con sangre. Y en Iquique, el mármol frío del memorial aún grita la misma consigna: “Nunca más un pueblo desarmado frente a un poder que solo sabe reprimir.”
Rodrigo A. Longa T.