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Columna de Opinión: La precarización estructural de la educación chilena: más discursos, menos soluciones

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22 septiembre, 2022

La reciente participación del ministro de Educación Marco Antonio Ávila en la Cumbre de la ONU sobre la Transformación de la Educación evidenció un fenómeno recurrente en la política nacional: discursos inspiradores ante foros internacionales que contrastan violentamente con la realidad en casa. Mientras el ministro habla de establecer un “nuevo contrato social” y de transformar la educación en un motor de desarrollo humano, lo cierto es que el sistema educacional chileno arrastra décadas de abandono, desigualdad estructural y precarización institucional.

Las cifras son elocuentes. En 2022, más de 1.300 escuelas del país reportaron problemas críticos de infraestructura, incluyendo filtraciones, baños en mal estado y falta de calefacción (Ministerio de Educación, 2022). En paralelo, el Simce 2023 reveló una baja sostenida en comprensión lectora y matemáticas en los niveles básicos, dejando en evidencia los efectos aún no resueltos del cierre prolongado de escuelas durante la pandemia.

Además, la deserción escolar se disparó: más de 50 mil estudiantes abandonaron el sistema escolar entre 2021 y 2022, según datos del Centro de Estudios del Mineduc. Y mientras tanto, las condiciones laborales de los docentes siguen siendo inestables, especialmente en el sistema público: solo el 38% de los profesores municipales cuenta con contrato indefinido (Colegio de Profesores, 2022).

¿Dónde está entonces esa revolución educativa que se prometió? ¿Cómo hablar de “transformación” si no se ha garantizado lo más básico: infraestructura digna, conectividad efectiva, alimentación adecuada, ni estabilidad docente?

El problema de fondo no es únicamente técnico ni presupuestario. Es político. La educación primaria y secundaria en Chile ha sido históricamente tratada como un gasto y no como una inversión. La municipalización de la educación implementada en dictadura y mantenida por décadas, fragmentó el sistema y profundizó la desigualdad. Hoy, pese al discurso de la desmunicipalización, el traspaso a los Servicios Locales de Educación ha sido lento, burocrático y sin garantizar calidad.

Los discursos del ministro Ávila sobre participación juvenil, sostenibilidad y derechos humanos suenan bien, pero carecen de eficacia si no se traducen en políticas públicas concretas con financiamiento y seguimiento riguroso. No basta con declarar a la educación como un “derecho social” si en la práctica miles de estudiantes asisten a clases en condiciones indignas.

Una verdadera transformación educativa no se hace en cumbres ni en documentos de buena intención. Se construye en el aula, con profesores valorados, con escuelas seguras y con niños que no tengan que caminar kilómetros por una señal de internet o estudiar con hambre. Hoy, lamentablemente, eso sigue siendo parte de la normalidad que tanto decimos querer cambiar.

Chile necesita menos poesía en la ONU y más acción en el aula. Porque si la educación sigue siendo un privilegio y no un derecho real, el “nuevo contrato social” del que habla el ministro no será más que otro papel mojado.

Rodrigo A. Longa T.

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